En continente


      Empiezan estos primeros fríos y ya siento los pies congelados. Ellos no saben que no hay peligro de gangrena. Ellos no saben que estamos en continente. Pero ellos y yo, tenemos el mismo temblor que teníamos esos días.

      Cuando me dieron el primer fusil me di cuenta que de eso no se vuelve. Y empezó la supervivencia: había que pasar a la siguiente hora, y a la siguiente, y sobre todo la noche. Cada noche era eterna. El frío, la soledad, el miedo.

      Tan temprano, a mis dieciocho, descubrí que lo peor no es que llegue la muerte, lo peor es que te éste rondando y te respire en el cuello.
Para pasar el hambre, dejas de pensar en el hambre. Entonces te duele el cuerpo y para pasar el dolor, pensás en el frío. Y así.

      Lo que nos mantenía vivos era pensar que ya faltaba menos. Para irse. A donde sea. Pero cada día era un día menos.
-Ya vamos a volver, falta menos para estar en continente -nos consolábamos.
-Y decí que volvemos con las dos piernas, che, no seas desagradecido, - me cargaba Cejas.
-y con upite inmaculado - bromeaba González.

       Con Cejas éramos carne y uña. Nos volvimos siameses. Todo el tiempo nos cuidábamos y sabíamos que peor que morir, era quedarnos sin el otro.

       Una noche estábamos en el campo de batalla, y nos quedamos dormidos, abrazados. Me despertaron los estruendos y lo miré. Ya no estaba. Encontré los pedazos. Me quedé inmóvil y ya no podía reaccionar. El sargento me gritaba y yo lo escuchaba a lo lejos. Como si estuviera en otro lado. Cuando terminó el bombardeo, me castigó y estuve estaqueado dos días.
No quería ni comer, no sentía el hambre, estaba como ido. Esos dos días entre el hambre y el dolor me enfermé y empecé a toser con sangre.
-A ver si lo llevan a la enfermería, que se enfermó la mariquita- dijo cuando me vio el sargento.
 Mientras me recuperaba, en la camilla, mis compañeros me verdugueaban cargándome con que "estaba triste porque lo dejó el noviecito. Los noviecitos, bah".
Y así me di cuenta de  que González, el Celso, tampoco había zafado.
En vez de llorar, me quedé inmóvil, en la camilla. Y por dentro, me rendí. Sentí ya está, hasta acá.
De vez en cuando los miraba a los demás, y ya se sentía ese clima de derrota.
Una noche me desperté sobresaltado pensando que era una pesadilla, pero eran los gritos de todos en la enfermería tratando de refugiarse porque se oían pasar los aviones. Cuando pasó la alarma ya no pude volver a dormir.

       Al otro día fue la rendición.

         Y volví a continente.

         Cuando llegué a Buenos Aires no sólo había perdido a  mis dos amigos. No sólo había perdido mi inocencia. No sólo había perdido una guerra. Me había perdido a mí.
Ese que volvió ya no era yo.
Creía que se había terminado la pesadilla. .Que se terminaba ese sueño largo y horrible y era sólo cuestión de volverse a dormir para soñar de nuevo.

Pero no.

         La guerra es invisible. Es un monstruo que se mete en la sangre y nunca te deja.
Y cuando menos lo esperás, se te aparece, te sacude, te lleva al mismísimo centro del infierno. Y después se va. Y te quedás solo.
Con el miedo de que si se lo contás a alguien, van a pensar que estás loco. Que sos el loco. El loco de la guerra.

          Después fui a un grupo como de autoayuda que coordinaba una doctora, en el hospital viejo. Y me di cuenta que no estaba loco, que esto le pasó hasta a Aquiles.
Sólo que en estas tierras, no nos cantan oh musas, nuestra cólera funesta que causó infinitos males y precipitaron valerosas almas al Hades.
En estas tierras nos queda volver a pasar cada día. Y sobre todo sobrevivir cada noche.

     Ya empiezo que palpitar las pesadillas, con estos primeros fríos.
Y pensar que de pibe dele jugar a las armas, a las batallas, a los soldaditos.

       Cómo iba yo a saber que la gesta militar era el candado cerrado de mi calma,

Que los sueños de heroísmo se volverían una herida de cabecera.
Y que nunca más en la vida, iba a saber lo que es la paz.
Por más que me recorriera los siete continentes.


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