AMIRA
Por la puerta del pasillo, el sol se asoma en la lengua de sus zapatillas. La rueda está desinflada, el tiempo de salida ajustado. Casi autómata, ve pasar el colectivo, y en la ventanilla, lo ve, leyendo un libro. Es él. Él no la vio. El viento le sacude el flequillo, una hoja marrón se posa en su mejilla, y se queda pagada a la lágrima, que aprovechó la ocasión de salir, ahora que anda distraída. Respira profundo, se acomoda el pantalón, y sale, apretadita por el portón, Amira.
Y ese bondi que se escapa, y ese viento que cuela.
Hace días que no come bien, ni duerme de noche. No va a ir al doctor, porque no quiere saber nada de malas noticias. Anoche llovió, y casi llegando al trabajo, se da cuenta de que a Mateo no le queda ningún pantalón seco. Entonces saca el teléfono, y cuando está por apretar el botocito del micrófono, se resbala de sus dedos, mojados, y la pantalla estalla en mi pedazos. Y no puede maldecir porque están todos los chicos, entonces respira hondo, mira al cielo, y entra por el portón corredizo, y se asoma la portera, que le sonríe y le pregunta, cómo anda, Amira?
Y ese dolor que no pasa, y ese cielo que se achica.
Con la mano en el picaporte, hace fuerza para que su alma no se vaya huyendo de allí, para que no la deje vacía o autómata. No quiere acostumbrarse, no quiere rersignarse. Mira los cuerpos moverse como a través de una vidriera. Una voz le dice “ándate, huí, no vuelvas”. Y la otra , le dice que agarre la tarjeta, y marque el presente. Aunque hace mucho que ella ya no está ahí. Que está ausente. Y mirando la tarjeta, se queda tildada, mirándose desde afuera. Entonces la asusta la voz de su jefa, que le pregunta ¿se puede saber qué hace, Amira?
Y ese grito que se ahoga, y ese frío que lastima.
Sale a la terraza a fumar, y el olor de la panadería le recuerda esos viernes de verano cuando mamá amasaba pizzas y venían a comer los abuelos. Los grandes tomaban mucha cerveza y se reían, y los chicos aprovechaban para escaparse, para encerrarse en el ropero y darse besos a escondidas. O juntar luciérnagas con un frasco, o treparse al níspero del vecino policía.
Amira está cansada y quisiera alguien que la espere con la cama calentita y el aliento en la boca. Amira ya no sabe si esquivar a la ilusión, o hacerse trampa en el solitario.
Hace rato que espera que el pie le pase, de una vez por todas, una buena seña.
Hace rato que se olvidó lo que es poder refugiarse en calor de verse en otros ojos, de confundirse con otra piel.
Hace rato que necesita reirse hasta que le duela la panza y dormirse con el cuerpo flojo y la sonrisa en la almohada.
Amira sale, por fin, y se pone los auriculares. Cierra los ojos, y viaja montada en la melodía, hacia una fiesta donde está él, y la mira sin saber que ella no lo ve. Sólo para regalarse la fascinación de saber de que es ella. Reafirmar que es ella o nadie. Se acerca con dos botellas en la mano, porque ya tenía pensado brindar. Por lo mejor, que está por venir, brindan. Después de mucho charlar, reír y bailar, ella espera. Ella lo devora con los ojos. Tiene miedo que las mariposas salgan debajo de la remera y la delaten. Él le da un beso en el cachete y le dice chau. Y mientras ella mira su espalda, pensado, ¿cómo puede ser que me encante hasta su espalda?, a los diez pasos él se vuelve para decirle que se olvidó algo. Y la besa.
FINAL DEL RECORRIDO SEÑORITA, el grito afilado del chofer pincha su ilusión. Amira se apura, y reza que ojalá no haya cerrado el negocio porque sino otra día más sin comer la perra.
Mientras camina apurada por el pasillo angosto ve cómo el sol se retira y llena de sombras su laberinto.De frente viene un gurisito enojado, con un ladrillo en la mano, que la corre de su camino como a una cortina y acelera el paso. El polvo se mezcla con los restos de un pañal, que rompió la perra. Y mientras mira al cielo, buscando consuelo, saca una bolsa de la cartera, y se pone a separar el algodón del pasto, el plástico de la tierra, la impotencia del llanto.
Llega a la puerta, suspira, busca la llave, mira la lámpara de la abuela. Se descalza, abre la heladera. Hay dos botellas, pero ningún brindis y ninguna fiesta. Abre una lata de atún y se acomoda en el sillón, mientras se menea el mechón teñido de un lado al otro de la cabeza. Prende el fósforo y aspira, apaga la luz, y espera.
Podrás correr y gambetear el vacío todo lo que quieras, pero cuando cerrás los ojos, y te quedás con tu cabeza, esa batalla la das vos solita, piensa.
Y esa tuca que no tira, y ese mensaje que no llega.
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